Fotos de palmeras

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Escribo hoy para dar las gracias. Esto parece una carta. Y quizá lo sea. Hoy se cumple una semana de la presentación de mi primer libro: una semana de halagos (una quiere pensar que eso significa que, por lo menos, caes bien), de reencuentros con amigos con los que hacía años que no hablaba, de disfrutar de la cálida sensación de poner el punto final a un proyecto. Con lo que cuesta ponerlos. A mí me pesan como una losa. Soy de esas escritoras (¿soy escritora?) que revisa los textos sin cesar cambiando las palabras de sitio, como un hijo deja las llaves del coche siempre en un lugar diferente de la casa.

Ahora tengo que ir bajándome de la nube. Porque lo que viví la semana pasada ni siquiera lo había soñado. Y me gusta, me gusta mucho soñar. Sin embargo, jamás hubiera imaginado que presentaría mi primer libro en la biblioteca de mi pueblo, Pedro Muñoz, con la sala llena de gente, con el apoyo de las instituciones de mi tierra y con la curiosidad por saber de qué irían las líneas de los once cuentos de Molino en ruinas sobrevolando las cabezas de todos los que estaban en la sala. Pero aquella tarde hubo un pensamiento que esquivé todo el rato. Si no lo hubiera hecho, me habría puesto a llorar de inmediato.

El primer relato de este libro está dedicado a uno de mis abuelos. Nos dejó hace más de cinco años, pero antes de marcharse me dejó en herencia dos objetos: un libro y una carta. También un mandato: «Por si algún día quieres contar esta historia». ¿Cómo no va una a dejarse envenenar por las letras si la gente que le quiere le anima de esa manera? Durante todo el acto no pude dejar de pensar cómo se hubiera sentido él al ver la sala llena y al pensar que su historia hoy conmueve a muchos de los que ya han empezado a leer el libro.

Porque desde el 26 de noviembre me están pasando cosas maravillosas. En los últimos días me han escrito varias personas para contarme que ellos, como mis abuelos en el relato, también tienen una palmera plantada en casa. Me he convertido en coleccionista de fotos de palmeras. Palmeras en jardines y patios, claro. Estoy deseando recibir más.
En realidad, el otro día me di cuenta de que la herencia de todos mis abuelos llega aún más lejos: si la sala estaba llena, no era por mí. La sala estaba llena, llena de pedroteños, porque a mi familia la quiere mucha gente. Tiene sentido. 

Si sigo escribiendo, este libro no se parecerá en nada a los que le sigan. Estoy aprendiendo. Y eso significa que ahora tengo recursos para esconderme mejor. Molino en ruinas está escrito desde la emoción, como si sus relatos fueran poemas, y nadie mejor para acompañarme en un momento tan vulnerable que mi gente. Porque se pasa miedo. Al presentar un libro se pasa mucho miedo. De que no guste, de que no se entienda, de que la gente te critique.

Por eso, hoy solo quiero decir que ni en cien años seré capaz de devolver a mi tierra el cariño que me dio hace dos viernes.

 

Crédito de foto: Robson Hatsukami Morgan para Unsplash .