Obra

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Molino en ruinas

Las once historias de este libro dibujan unas relaciones humanas efímeras, en la antítesis de la permanencia y plagadas de soledades poliédricas.

Son retratos en movimiento en los que, con trazos desdibujados, la autora empuja a los lectores a reflexionar sobre cómo la foto de familiares, amigos y compañeros de viaje resulta inasible, ya que sus integrantes cambian casi a cada segundo. Cada uno de estos relatos transporta al lector a paisajes enrarecidos, oscuros y asfixiantes donde, con frecuencia, las leyes de la lógica no acaban de cumplirse y los sucesos se ordenan a partir de las normas de mundos mágicos, de ensoñación o regidos por las casualidades. Este libro reflexiona sobre las huellas que todas las personas que pasan por nuestra vidaa dejan en nosotros y construye sensaciones volátiles, esquivas, tránsfugas.

Lee un extracto del primer relato

Molino en ruinas

«Gigantes. Las aspas de los molinos eólicos dibujaban enormes haces de sombra en el suelo. Su noche libraba del martirio solar a los viñedos durante los cinco segundos que sus grandes brazos tardaban en completar un giro. El generador más próximo, tan alto como un edificio de veinte pisos, coronaba la sierra como un faro sobre el mar de la llanura, donde se extendían campos de cereal, barbecho y viñas sembradas de canto rodado. Salpicadas como tajadas de tocino en unas migas, las casas solariegas refulgían al sol. Me pregunté qué se vería desde allá arriba. Debía ser peligroso, tanto viento. Y las aspas, tan pesadas. Parecía un alazán joven y poderoso, casi un monstruo, al que no se le podía mirar fijamente sin tener la tentación de echarse la mano a la espada o meterse debajo del coche. Otra vez me había quedado tirada. Llevaba esperando la grúa bajo la solanera del mediodía más de una hora. Primero fue un puf. Luego un puf, puf. Luego la humerada que, como la del incendio de la biblioteca de Alonso Quijano, tiñó la llanura manchega de sueños rotos. ¿Por qué no había comprado todavía un coche nuevo? Por lo de siempre: no sabía si deportivo o familiar, si pasaría sus noches en la calle o en un parking, si lo quería usado o de segunda mano. Por no tomar una decisión, por quedarme mirando las aspas buscando significados imposibles a trozos de carbono volantes. No tuve que avisar a nadie porque nadie me esperaba.

Por aquella carretera pasaba poca gente del pueblo. Era lo único tranquilizante. Si hubiera ido por la ruta de siempre, ya habrían parado un par de agricultores que a su vuelta contarían mi hazaña en el bar de la rotonda con pelos y señales. «La hija de Ramos, que se ha quedado tirada con el coche». Cómo detesto estar en la boca de la gente. Pereza o rabia. ¿Es que no pueden estarse callados? Primer coche. El conductor se apeó veinte metros más delante. El hombre lucía una nariz pezón de membrillo, zancas largas y una barriga que parecía una canica gigante pegada a su vientre. Cuatro briznas de paja le abrigaban la calva y se frotaba las manos de dedos gruesos de verdugo. Sus rasgos me sonaban de algo».