La trenza de la panadera

Entraba la primera a clase todos los días. Yo solo alcanzaba a ver su trenza ondeando como una bandera negra desde atrás, desde muy atrás. He de confesar que alguna vez, siendo más pequeños, le tiré de ella. Pero Pilar tenía las piernas más largas que la mayoría de nosotros, corría mucho y, cuando lo hacía, despedía un olor dulzón de mantequilla derretida y esencia de naranja. Su familia regentaba una panadería y, según nos contaba, todos se levantaban muy temprano. Comenzaba entonces un trajín de sacos y palas, que se mecían en el aroma caliente del pan recién horneado, y que despertaban todos sus sentidos. Ella quería ayudar. Le encantaba andar entre harinas. Sin embargo, la obligaban a quedarse en la cama —era demasiado pronto para que una niña se levantara— hasta que llegaba la hora de irse al colegio. Siempre lo hacía despierta. Así que, mientras todos nosotros nos plantábamos en la cola para entrar a clase mal peinados, somnolientos y rascándonos los ojos, Pili se plantaba la primera, despierta como un gorrión. 

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