La tinta

Este relato recibió el áccesit al mejor relato escrito por una mujer del premio de Relatos Cortos de Kimetz. Fue publicado en la revista Santa Ana que promueve la organización.

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“Alma que ha de morir de una fragancia,

De un suspiro, de un verso en que se ruega,

Sin perder, a poderlo, su elegancia.”

Alma desnuda, Alfonsina Storni

Siempre firmo los desahucios antes del primer café. Suelto la losa. Saco las piedras de la mochila. Ni la ingratitud ni la indignación me devoran. Yo no escribo las leyes. Las acato. Un repaso rápido a los expedientes, una mirada rutinaria, ligera e innecesaria como el vuelo del cisne, y la indeseable rúbrica. Fin.

A primera hora de hoy firmé una orden contra Margarita de la Torre. Conozco a Marga. Nunca la imaginé víctima de una pensión miserable. Mis alas no batieron tan fuerte pero toda atención resultaba ya innecesaria. El expediente era intachable. Unos minutos más tarde, la camarera dibujaba la hoja de un abeto en la espuma de mi café.

Ya fuera del juzgado, con la luz menguante de la tarde, redacté otra carta. Coloqué sobre la mesa tintero, pluma y pergamino, como quien celebra un oficio sagrado. Ésta la escribí desde la entraña, a corazón abierto, aún a sabiendas de que la receptora no era amiga de la prosa, la novela y el drama.

La esculpí a golpe de culpa y de expiación. Con la plumilla perforé el espejo de tinta, como un punzón penetra un lago congelado. Escurrí el exceso del líquido. Posé, con un ligero temblor, la pluma sobre el papel. La fecha, primero fechar.

No olvido en qué día estamos. No podría. Pinté la fecha sobre el lienzo. Amortigüé la duda inicial. ¿Qué escribo? ¿Por dónde empiezo? ¿Cómo le cuento que me duele contarle? ¿Cómo suspiro sin que me tiemble la pluma? El latido, a la altura del cuello, enmudeció al tocar el papel la pluma. Los detalles, no me olvido de ellos, Marga. Óvalos perfectos como lunas. Pies infinitos como lánguidos flamencos. Crestas como altivas duquesas.

Natillas en las paredes. Y el poniente pintando de fotografía cada uno de sus rasgos, dándole brillo a sus ojos color castaña. Como hacemos todos, se sentaba siempre en la misma esquina del sofá, la que había heredado sus formas a fuerza de lectura y costumbres. De su lado tenía un cesto con agujas y lanas beige, grises y ambarinas, pero nunca tejió en mi presencia. De aquel piso de la plaza de la Laguna sólo conocí el comedor y el baño, apenas la cocina, el dintel de la cocina. Suyo sólo el arcón. Los otros muebles, las cortinas, el tresillo pertenecían a la casera. Profanó su vulgaridad con detalles casi imperceptibles: pomos de cerámica, cojines de seda oriental, pasamanería hecha a mano, láminas de bailarinas de Degas, una figurita de Lladró… 

Sobre la mesa volaba un mantel crujiente. Lo lanzaba con maestría de acróbata. Cuando su mano diestra desplegada el mantel, una estela de sacos de lavanda cruzaba la habitación. No concebía que nos sentáramos a cenar con la mesa desnuda. Todos los días la misma serenata: un mantel de lino portugués, servilletas a juego, cubertería fina de su tierra, copas de cristal compradas en Praga,… Al terminar la cena, doblaba el mantel en una operación exacta, rigurosa, matemática. Después, lo encerraba en el cajón del aparador bajo llave, como si fuera a venir un gnomo a robarle la ropa de mesa. Siempre tuve ganas de preguntarle si el ritual era el mismo cuando se sentaba a la mesa en solitario.

Toda esta danza, insustancial en apariencia, la realizaba como un giróvago ausente en su danza. Era para ella lo más natural del mundo y, mientras se ejercitaba en estas cuitas insignificantes, su mente parecía viajar a lugares cercanos. No recorría las varias decenas de países que había visitado, sino que se quedaba allí, pero muda, concentrada, consciente de una realidad ajena que mostraba sólo en porciones. Así era en el agasajo. Sabía muy bien cómo comportarse, qué decir, qué gestos mostrar. Yo mismo disfruté siempre de un calor indescriptible en su compañía, un cariño de amiga engrandecido por favores poco usuales, una alegría de bebé que nace sano. Si alguien me hubiera preguntado, no hubiera sabido explicar qué sentía por ella. Ciertas cosas, llegados a una edad, no las preguntamos. Lo cierto es que pensaba en ella en los días que no habíamos quedado, en las tardes que pasaba sólo en casa.

En la carta que preparé para Marga ligué las letras con la vana ilusión de entonar un mea culpa, de pedir asilo. En el peso de mis dedos quise esconder mi debilidad, mi decepción, mi falta de bravía. Esa sensación biliar de no haber estado a la altura. Quizás hubiera podido rebelarme. Quizás toda una vida de obediente servicio me conducía a este instante inédito. Cuatro meses antes de la jubilación, la prueba definitiva. No, no tendría sentido haberle vuelto la cara a mi oficio. Negarme. Sin mis principios, soy un viejo blando y miserable, cambiante e inseguro. El típico engendro que Marga hubiera mirado por encima del hombro. Si alguna vez me admiró, dejaría de hacerlo al instante. 

Elegí con mimo cada palabra. Me repetía que sólo debía darle consuelo. Sutilmente, tampoco habría apreciado un gesto demasiado compasivo. Habría sido una estupidez ofrecer mi sostén. No lo habría aceptado y se hubiera sentido ofendida, como una rosa blanca escondida entre las margaritas. La pluma volaba sin la carga de la duda. Sólo comprensión. Acabé la carta, y doblé el folio como quien firma una sentencia, con responsabilidad y alivio por el deber cumplido. Una vez finalizada la misiva, doblado el papel vainilla y aún crujiente como un croissant recién horneado, recabé en que no tenía una dirección a la que enviársela. Sólo le conozco un domicilio, el que ahora pierde.

Supuse que, una vez perdida la casa, se marcharía a vivir con sus hijas. Me había hablado tanto de ellas que sentí como una falta el no acordarme de si ellas vivían también en Madrid. También desconocía el apellido de su padre, jamás me hubiera hecho ella semejante confesión, y sus profesiones. En definitiva, no tenía datos que pudieran ayudarme a localizar su paradero. Tenía, tengo, recursos a mi disposición pero mis manos no llegaron a ponerse en marcha. No pueden imaginarse la cantidad de información que albergan los juzgados. En mi inactividad pesó la desidia del rechazado, creo. Nada, no hice nada, sólo refugiarme en el olor de mi tinta, en sus vapores. Así se pierden las batallas.

En mis visitas nunca asomó síntoma alguno de escasez, pobreza o dificultad. Más bien al revés. Me sentí tocado por la gracia de la abundancia. ¿Cómo un ser tan distinguido me abría las puertas de su palacio ducal? En este tiempo sin magisterio, poca gente se fija en los modales. Imperan la mediocridad, lo campechano y la semejanza. Marga no evidenciaba voluntad de destacar, o una dignidad encubierta. Nos tratábamos con cortesía, tanta que en ocasiones llegué a preguntarme cómo podría ser yo capaz de romper la burbuja de excelencia que había generado a su alrededor. Porque, en su ejercicio y en especial en las primeras ocasiones, requiere osadía, arriesgarse a perder los papeles, traspasar las fronteras del cortejo.

Su belleza radicaba en reflejar la edad que tenía. No me la imagino pidiendo bótox, bisturí o cremas milagrosas. No me la imagino atrasando lo inevitable. Cada una de sus arrugas había elegido en qué lugar colocarse, como perros amaestrados, como un niño soso y bien educado. Las marcas de la edad acentuaban una expresión de sombra de patio, de sabiduría reposada y brisa levantina. Un rubio blanquecino, pintado de canas naturales, le daba un aspecto regio, de peluca empolvada y miriñaque. Tacón medio y sempiternas faldas de tubo, como pescadillas de cola cortada. Marga, auténtica también en sus imperfecciones. Una cicatriz fantasmagórica adornaba la mitad izquierda de su mentón: sólo aparecía cuando encendía la luz de lectura de la sala.

A su lado, yo era un viejo decente y formal. Un cartel con pocas figuras. Alto y de buen porte, con un abrigo siempre bien cepillado, pulcro en detalles pasados de moda: abrir una puerta, pedir para los dos, agarrar a la dama si se acerca un ser extraño. Una vez nos sorprendió Paula, mi hija pequeña, cuando dábamos un paseo por el parque de Santander. No nos interrumpió. Sabía por mí que veía a alguien. Por la noche, llamó a casa y me dijo que hacíamos buena pareja. Sin embargo, yo, al lado de Marga, me sentía pobre de espíritu.

Tengo el poco mundo que dan los libros, el escaso recorrido de los trayectos diarios a la oficina, una antipatía natural por la aventura.

Ella me hablaba de arte, de literatura, de gastronomía, de protocolo, de las empresas que había trabajado, de los empresarios a los que había solucionado muchos problemas, algunos de ellos poco confesables. Discreta hasta la náusea, nunca me los relató. Le vi torcer el gesto pocas veces y una de ellas fue después de que insistiera en conocer detalles de la vida privada de sus antiguos jefes. “Los trapos sucios huelen peor con el paso del tiempo”, me dijo y acto seguido cambió de tema. Se jubiló pronto, obligada a ceder el paso a esas jóvenes esculturales y poderosas cual presentadoras de televisión. La savia nueva está a la altura de los tiempos, comentaba jocosa, ella que superaba el metro sesenta de estatura. Todo lo contaba sin un ápice de presunción, neutra la voz como paz recién firmada, como el cura que despide a un muerto querido por todos.

Nos vimos unas diez o doce veces en su piso. De la cocina sólo conozco el quicio, ya que nunca me dejó entrar. Muchas veces le sugerí que no necesitaba preparar la cena con tan cuidado. Lo veía como un rito inútil, casi funerario, vacío y formal. Llevo viudo unos seis años y, con el paso del tiempo, la pereza se ha instalado como un pasajero incómodo en algunas de mis costumbres. Los más de los días un poco fiambre, algo de fruta y una manzanilla componen mi menú vespertino. Mi nevera tiene algo de alacena de monje.

Por supuesto, se opuso. O más bien me ignoró. Sonreía ante mis comentarios y luego volvía a su cadencia de movimientos rítmicos y esquemáticos. A fregar los platos decorados a mano, a poner las servilletas en la lavadora, a barrer unas migas inexistentes bajo la mesa.

Decidido a ayudarla, alguna vez penetré como un mercenario camino del fregador. Tarea inútil. “Me pone loca que haya gente en la cocina”, me decía. Y retiraba los platos de mis manos. “Sé que esto ya no se lleva. Pero yo he criado a dos hijas sola”. Volví al salón sin mi bandera y consciente del significado de sus palabras, esa sensación de extrañeza que genera la imposibilidad de ser parte del cuadro. Podría dispararle unas cuantas fotos, pero nunca estaría a su lado en el encuadre.

La tinta, el olor de la tinta, la textura pringosa y a la vez dúctil. Pienso a menudo en el olor de la tinta, pigmento y disolvente. Vapor orgánico que se evapora a medida que va secando, a medida que muere sobre el papel. La tinta vive y perece, como el vino, como la gente. Cuando se posa sobre el papel, comienza su lento declive. El color pierde brillo, los trazos se aclaran. El papel oscurecido y la tinta descamada se funden en la tonalidad del polvo.

A Marga la perdí hace tiempo. La ruptura llegó, también, con absoluta discreción. Una llamada que no se produce, un café que se pospone, un quehacer continuo donde antes había disponibilidad. La decisión siempre fue suya.

Mientras pensaba si iba yo mismo a dejarle la carta en el buzón, la dejaba al portero o buscaba a sus hijas, puse el telediario. Abre las noticias locales un suceso, una mujer de 63 años que vivía en un piso de alquiler de la plaza de la Laguna ha saltado por su balcón al recibir una orden de desahucio. De la rabia he estrellado el tarro de tinta contra las cortinas. Resbalaba, como un néctar azucarado, tibio y sensual.

No voy a permitirme una lágrima. Lo encontraría poco decoroso.